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Orelvis Lago para Neo Mambí

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Los apagones no son accidente: la factura política del SEN

La luz se va; el discurso oficial se enciende. Entre averías “puntuales”, promesas eternas y culpables convenientes, el apagón dejó de ser un problema técnico para convertirse en política de Estado. En Cuba, lo eléctrico es también lo ideológico.


La escena ya es un género: vuelve la corriente y el país entero entra en modo carrera. Una madre —teléfono en balance sobre la lavadora— aprovecha “hasta un segundo”: pone arroz, sazona frijoles, lava a toda máquina, se ríe para no llorar y confiesa que llevan 48 horas sin electricidad. Lo cotidiano convertido en maratón. No es un “caso aislado”, es una rutina: la “normalización de la anormalidad”.

Mientras esa misma familia cocina a contrarreloj, otra en La Habana mira el grifo seco: sin corriente, no hay bombeo. Aguas de La Habana lo admite en lenguaje técnico; la gente lo sufre en cubos y silencios: un fallo en la subestación Naranjito desconecta circuitos, y cuando logran reconectar la mayoría, la baja disponibilidad de generación obliga a “afectar 238 MW por emergencia”. El parte técnico; la vida real.

La factura del apagón se paga en comida echada a perder, horas de sueño al intemperie, colas para agua y una ansiedad que se hereda. El Food Monitor Program recoge testimonios: niños durmiendo en portales para escapar del sofoco, madres repartiendo madrugada para cocinar, papillas a medianoche y preguntas que duelen: “¿se fue la luz?”.

Los hechos (que el parte no puede tapar)

  • Avería + baja generación = doble golpe. La noche del corte en Naranjito (6:23 p.m.), la capital quedó a parches y, aun tras reconexiones, la falta de generación forzó más afectaciones. Es decir: aun sin fallas locales, el sistema no alcanza.
  • Crisis estructural reconocida. Déficits de más de 1,800 MW en septiembre; plantas con más de 40 años sin mantenimiento capital; demanda que supera la oferta. La UE/UNE habla de “inestabilidad crítica”.
  • Apagón general y “Guiteras” fuera. El 10 de septiembre, la salida imprevista de la CTE Antonio Guiteras dejó a la isla a oscuras. Y a fin de año, la propia Guiteras se apagará seis meses por mantenimiento capital: síntoma tardío de décadas sin prevención.
  • Agua y electricidad, la misma crisis. El corte eléctrico interrumpe el abasto de agua a municipios enteros de La Habana; no es “efecto colateral”, es la cadena real de la precariedad.

Nada de esto es “contingencia”: es planificación que no existió y mantenimiento que no llegó. Y cuando llega, lo hace tarde, bajo el costo social de una década de apagones.

No es accidente; es decisión

Decir “avería” es útil: naturaliza el problema. Pero el comportamiento del SEN no es el de un sistema bien mantenido que falla de forma aleatoria; es el de un sistema envejecido, operado al límite, que colapsa por déficit crónico de inversión. Cuando la empresa estatal reconoce “inestabilidad crítica” y al mismo tiempo planifica seis meses de parada de su planta más simbólica, confiesa —sin decirlo— la factura política: dejaron de hacer durante años lo que hoy urge hacer a toda prisa, con el país a oscuras.

El Gobierno se defiende con dos movimientos: prometer y señalar. Promete una “estrategia viable” de transición y “recuperación del sistema” —palabras que llevan dando vueltas más que un ventilador con banco de 10 000 mAh—, pero la realidad es que no hay alivio a la vista. Señala a sospechosos convenientes: robos en parques solares (reales y condenables) convertidos en sabotaje, con advertencias de mano dura. Narrativa perfecta: el apagón ya no es mala gestión; es culpa del ladrón.

El problema es que ni con todo el parque solar intacto se resuelve el déficit nocturno: sin almacenamiento, el sol de las 2 de la tarde no alumbra la cena. Eso también lo reconocen: los parques ayudan, no sustituyen la generación térmica hoy imprescindible.

Curarse con propaganda, enfermar con cinismo

Quizá el rasgo más insultante de la crisis no sea la falta de luz, sino la presencia del privilegio. En redes circula el video de Sandro Castro, nieto del dictador, bromeando en su bar habanero iluminado en plena madrugada de apagones: “¡Cójanlo suave!”. Se ríen; la mayoría suda. Una escena montada para el morbo que funciona como espejo impecable: unos pocos beben frío mientras millones cuentan horas.

Ese contraste no es anécdota: es política pública. La electricidad —como el transporte de combustible, los planes de mantenimiento, las prioridades de inversión— se distribuye con criterios de poder. No hace falta publicar el diagrama de carga del Vedado para entender que, cuando todo escasea, lo que se garantiza no es el derecho, sino la lealtad.

La economía del apagón: devaluación moral y material

Apagar la luz encarece la vida. Lo explica un parte económico con crudeza: los apagones y la falta de combustible encarecen logística y reposición; sube el dólar, el euro se vuelve termómetro y la MLC transmite el golpe a precios. Cualquiera que haya cambiado CUP para ir a una tienda lo sabe: el apagón también es inflación.

Pero además hay una devaluación moral: la gente aprende a no esperar nada. “Si vuelve, cocino; si no, me siento en el portal”. Cada regreso de la corriente es un minuto de país normal en una vida organizada alrededor de la incertidumbre. Esa pedagogía cotidiana —de ferrería, de cables pelados y antenas improvisadas— forma una cultura del resolver que da ternura, sí, pero que no debería ser obligatoria.

El costo humano: infancia en modo emergencia

No hay estadística que recoja del todo lo que significa crecer en calor y oscuridad. En Santiago, niños duermen en portales y balcones para escapar del sofoco; en Mayabeque, 12 horas sin corriente por apenas cuatro con luz; en La Habana, papillas a medianoche porque a esa hora “vino”. Desnutrición, ansiedad, trauma: palabras grandes para dolores chicos que se acumulan. Y la herida cruza fronteras: una niña en Florida pregunta con angustia a su abuela en Cuba: “Amá, ¿tú tienes corriente?”. La oscuridad como lazo familiar.

La diáspora tapa huecos: plantas, paneles, baterías, comida. Amor convertido en logística. Pero ni el envío más generoso puede arreglar un sistema estructuralmente roto. La ayuda sirve para sobrevivir; no para gobernar.

Cuando la protesta es “sabotaje” y el barrio es delito

Cuando la luz se va, la calle se enciende. En Gibara, la gente salió a reclamar lo obvio —“pongan la corriente”—, y el reflejo del poder fue tan viejo como los equipos del SEN: detenciones, patrullas rondando y una versión oficial que intenta convertir el grito en ruido. Nadie habló de “estrés eléctrico” ni de “mantenimientos acumulados”; la gestión fue policial, no técnica.

Toda crisis genera discursos. El del Gobierno repite las notas que ya conocemos: que si la avería, que si el bloqueo, que si el robo de tornillos en el fotovoltaico —por cierto, piezas que no se venden por otra vía, detectadas en el mercado local de Matanzas—. Hay delitos reales y deben investigarse. Pero cuando el caso policial se usa como explicación total, la pregunta no es quién robó el tornillo, sino quién robó la década en que debimos haber instalado baterías, diversificado fuentes, pactado tarifas realistas, modernizado redes y dejado de pedirle a la improvisación que haga de plan.

La ingeniería que falta… y el respeto que también

El liniero que se quema en una avería no es “héroe anónimo”: es trabajador sin condiciones. Su recuperación depende más de la colaboración ciudadana que de las instituciones que juraron acompañarlo. ¿Cómo se llama un sistema que no cuida ni al que lo repara? Se llama abandono. Y ese abandono también es político.

El país se sostiene, día a día, por un ejército de inventores no homenajeados: quien arregla una cafetera con una manguera, quien fabrica una antena casera para “halar la señal”, quien hace de una jeringuilla un interruptor. Ese ingenio —orgullo y dolor a la vez— no puede seguir siendo la política energética de una nación. Es cultura de resistencia, no política pública.

¿Por qué decir que el apagón es decisión?

Porque el azar no produce patrones. Y en Cuba, los patrones sobran:

  1. Saturación térmica de equipos viejos + mantenimientos diferidos = colapso predecible. Lo dicen los números y lo confiesa la propia UNE.
  2. Promesas de “estrategia viable” que no se traducen en alivio medible: la luz no vuelve por decreto.
  3. Narrativas de orden público (sabotajes, detenciones) para explicar lo que es, en esencia, gestión fallida.
  4. Desigualdad de acceso: locales iluminados y barrios a oscuras, símbolo perfecto de un sistema que prioriza lealtades por encima de necesidades.

Llamarlo “accidente” es insultar la inteligencia colectiva. Es también rendirse: si todo es mala suerte, nada es responsabilidad. Pero hay decisiones detrás del apagón: qué planta se mantiene y cuál no; a quién se subsidia y a quién se exprime; qué se compra, dónde, y con qué criterio técnico. La factura política del SEN no se paga en pesos: se paga en tiempo de vida, en salud mental, en oportunidades.

Un país a oscuras no es un país en silencio

Cuando el Gobierno ensaya su monólogo —el de siempre—, el barrio responde con otro repertorio: cacerolas, consignas, videos que atraviesan antenas caseras y suben a redes con la velocidad posible. Del lado oficial, todo es reloj de pared: el tiempo pasa, las frases se repiten y el mapa de apagones se colorea de rojo. Del lado de la gente, cada día inventan una nueva forma de resistir: desde “cocinas de madrugada” hasta cuidar la batería como si fuera moneda.

No, los apagones no son accidente. Son la culminación de una política de posponer lo urgente, disfrazada de épica y administrada con castigos ejemplares al que protesta y aplausos al que hace chistes desde un bar bien iluminado. Y aunque a veces nos gane la risa —precisa, terapéutica—, no deberíamos normalizar lo que nos roba horas, comida, salud, infancia, memoria y futuro.

Epílogo con la luz encendida (por ahora)

Quizás hoy, mientras lees esto, tengas corriente. Ojalá. Quizás puedas, por fin, lavar, cocinar, ventilar la casa. Ojalá también. Pero incluso con la luz encendida, las preguntas siguen ahí, nítidas como un bombillo nuevo:
¿Quién decidió que una nación viviera en modo emergencia?
¿Quién rinde cuentas por los años sin mantenimiento capital?
¿Cuándo dejaremos de aplaudir el ingenio forzado y exigiremos ingeniería de verdad?

Cuando llegue ese día —porque llegará—, habrá que recordar que lo pedimos con la serenidad de quien ha vivido demasiado tiempo a oscuras: la electricidad no es un privilegio, es un derecho. Y el primer paso para recuperarla —como servicio, como idea de país— es decir en voz alta lo obvio: esto no fue mala suerte.

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