La admisión del colapso sanitario en la capital cubana no es un accidente, sino el desenlace de un modelo que normalizó la desidia estructural.
No es accidente; es diseño
El 21 de septiembre de 2025, Armando Rodríguez Batista, ministro de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente (CITMA), escribió en Facebook una frase que hoy se vuelve símbolo: “Esa basura no está contenida: está regada por toda La Habana”. Con estas palabras, un alto funcionario del régimen admitía lo que millones de habaneros ya sabían por experiencia cotidiana: que la capital vive bajo un cerco de desechos.
La acumulación de basura en esquinas, solares y hospitales no es una consecuencia imprevista de tormentas recientes. Es el resultado previsible de décadas de abandono en la gestión de servicios básicos, disfrazado durante años con promesas de campañas de higienización y consignas de “esfuerzo popular”. Lo que hoy aparece como un reconocimiento oficial es, en realidad, la confirmación de un fracaso sostenido.
Los hechos
El ministro citó que las lluvias recientes dejaron al descubierto “montes de basura que, como testigos silentes de nuestra inercia, se acumulaban en esquinas, solares y márgenes”. Imágenes publicadas mostraron contenedores desbordados en la Avenida de los Presidentes, en El Vedado, y calles de Centro Habana convertidas en ríos de desperdicios arrastrados por las corrientes.
Lo más grave: a inicios de septiembre un video reveló un gigantesco basurero junto al hospital Hermanos Ameijeiras, uno de los centros de salud más emblemáticos del país. Activistas lo calificaron como una “incubadora de patógenos” a cielo abierto. No fue un caso aislado: hospitales de Mayabeque y Holguín también registraron contenedores desbordados durante semanas cerca de salas de maternidad y pediatría, exponiendo a madres y recién nacidos al contacto directo con focos de infección.
El relato oficial vs. la realidad
Durante años, la propaganda estatal insistió en responsabilizar al “bloqueo” o a la “indisciplina social” por la basura que inunda la ciudad. Pero en esta ocasión, la voz de un ministro rompió la narrativa habitual. Rodríguez Batista no habló de enemigos externos, sino de un fenómeno de riesgo múltiple: “sanitario, ambiental, social y espiritual”.
El contraste es brutal. Mientras el discurso oficial propone convertir a La Habana en un “laboratorio vivo de transición a la circularidad”, los hechos muestran barrios enteros sitiados por montañas de desperdicios que crecen cada día. En la esquina de Belascoaín y San Miguel, un edificio en ruinas se transformó en vertedero improvisado, amenazando con sepultar transeúntes. La retórica futurista choca con una realidad pestilente.
El costo humano
El impacto más inmediato no se mide en discursos, sino en cuerpos expuestos. Las aguas contaminadas que entraron en viviendas durante los aguaceros de septiembre arrastraron basura hasta portales y cocinas, obligando a familias enteras a convivir con lodo y desechos.
En hospitales, la acumulación de residuos cerca de salas de pediatría revela una negligencia que supera lo administrativo: es una amenaza directa a la vida de niños recién nacidos y pacientes vulnerables. La basura, convertida en vector de moscas, ratas y bacterias, es un recordatorio de que el colapso no es abstracto: se paga en fiebre, infecciones y miedo.
La economía del problema
La gestión de residuos refleja la lógica de prioridades del régimen. Mientras se destinan recursos a hoteles que permanecen semivacíos, las brigadas de recogida de basura carecen de combustible, piezas de repuesto y planificación.
El propio ministro admitió que no bastan camiones y contenedores: se requiere un “cambio estructural”. La frase suena reformista, pero encierra una verdad incómoda: el sistema centralizado, incapaz de sostener el servicio más básico —recoger la basura—, difícilmente puede aspirar a reciclarla o transformarla. La Habana no se acerca a la “circularidad”, sino a la parálisis.
Caso-símbolo: el Ameijeiras sitiado
Ningún ejemplo condensa mejor la magnitud del desastre que el basurero junto al hospital Hermanos Ameijeiras. Allí, en la puerta de un símbolo de la medicina cubana, se levantó una montaña de desechos que ni la censura oficial pudo ocultar.
El Ameijeiras fue, durante décadas, emblema del orgullo sanitario. Verlo rodeado de bolsas de basura y escombros es ver la metáfora de un país atrapado entre el mito de su pasado y la ruina de su presente. Lo que debería ser un centro de salud se convirtió en una postal de insalubridad.
Basura e inundaciones: un cóctel peligroso
La Habana no solo enfrenta el colapso de la recogida. Las lluvias intensas han mostrado cómo la basura se convierte en un riesgo multiplicado: contenedores flotando en avenidas, drenajes tapados que transforman calles en cloacas al aire libre, aguas negras entrando a hogares.
El apagón simultáneo que dejó a la ciudad a oscuras durante estas inundaciones completó el cuadro: basura, agua contaminada y falta de luz. No es un simple problema urbano, sino un escenario de desastre sanitario recurrente.
Conclusión
La basura en La Habana ya no es un malestar visual ni una queja vecinal. Es la prueba visible de un Estado que ha renunciado a garantizar lo elemental: calles transitables, hospitales seguros, hogares libres de contaminación. El reconocimiento oficial no es un gesto de transparencia, sino una confesión de impotencia.
Las montañas de desechos en la capital son más que desperdicios: son ruinas modernas, testigos del derrumbe de un modelo que, incluso en su lenguaje, se refugia en metáforas de futuro mientras el presente se descompone en la acera.
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