El caso de los cubanos deportados desde Estados Unidos expone no solo el endurecimiento de la política migratoria norteamericana, sino también la doble moral del régimen cubano, que rechaza a sus propios nacionales cuando han tenido un historial criminal. El resultado: vidas lanzadas al vacío jurídico y geográfico de terceros países que nunca fueron parte de su historia personal.
No es accidente; es diseño
Las deportaciones de cubanos con antecedentes penales desde Estados Unidos hacia terceros países no responden a un simple mecanismo administrativo. Son la consecuencia de un diseño político deliberado que combina dos rechazos paralelos: el del gobierno cubano, que se niega a readmitir a sus nacionales con historial criminal o que salieron antes de 2017, y el del aparato estadounidense, que busca mostrar mano dura ante la inmigración irregular. En medio, quedan personas atrapadas en un limbo jurídico, enviadas a destinos tan improbables como Sudán del Sur, Esuatini o la frontera mexicana.
Los hechos
En septiembre de 2025, dos cubanos —Miguel Cabrera, de 68 años, y Ernesto Rodríguez Cotilla— fueron arrestados por ICE en San Diego y Nueva Orleans. Cabrera acumulaba condenas por tráfico de narcóticos, agresión y vandalismo. Rodríguez, por su parte, tenía un prontuario que incluía posesión de cocaína, robo, fraude y tenencia de propiedades robadas. Ambos esperan ser deportados, aunque el destino final no depende de ellos ni de sus abogados, sino de la disposición de terceros países a recibirlos.
Casos previos ilustran la deriva del sistema. Antes de junio de 2025, dos cubanos con extensos historiales criminales fueron enviados a Sudán del Sur y otro al Reino de Esuatini. El 19 de septiembre, ICE detuvo en Texas a Lorenzo Menéndez González, condenado a 25 años por homicidio en Austin, quien probablemente será deportado a un tercer país, ya que La Habana lo rechaza. Otros, como Orlando Sánchez Sarría, con 32 años de cárcel por narcotráfico, enfrentan la misma suerte.
El relato oficial vs. la realidad
Estados Unidos justifica estas deportaciones como una cuestión de “seguridad pública”. ICE ha declarado que “los reincidentes deben ser expulsados de nuestras comunidades”. Desde la perspectiva de Washington, se trata de sacar de circulación a individuos peligrosos. Cuba, por su parte, se ampara en su política de no aceptar a nacionales con antecedentes graves. En el discurso oficial de La Habana, esos ciudadanos “ya no forman parte” de la nación.
Pero la realidad es otra: las deportaciones a terceros países no garantizan ni seguridad ni justicia. Simplemente trasladan el problema a sociedades que no tuvieron relación con los delitos cometidos. Es un traslado de responsabilidad bajo el ropaje de la ley.
El costo humano
El caso más emblemático es el de Adermis Wilson González, quien en 2003 secuestró un avión cubano rumbo a Miami con granadas falsas. Tras cumplir 20 años de condena por piratería aérea, fue liberado en 2021 por razones de salud. En 2025, ICE lo deportó a México después de que Cuba se negara a recibirlo. Allí, sin documentos oficiales y con parálisis en las piernas desde 2017, apenas logró alquilar una habitación compartida gracias a la ayuda de su familia.
Wilson lo resumió con ironía amarga en 2021: “Salir huyendo de Cuba para morir en un centro de inmigración del país más poderoso del mundo”. Su destino evidencia que las deportaciones no buscan reinserción ni justicia, sino descarte.
La economía del problema
Los terceros países que aceptan recibir deportados —Sudán del Sur, Esuatini, Uganda— lo hacen en medio de acuerdos poco transparentes. Uganda ha condicionado su colaboración a no recibir criminales violentos, pero Estados Unidos ha insistido en reubicarlos allí. Es un esquema que convierte a la deportación en moneda de cambio diplomática, donde los cubanos son fichas desechables.
Mientras tanto, la administración Trump se jacta de los números: más de 149,000 detenciones de inmigrantes indocumentados en apenas siete meses de “tolerancia cero”. La dimensión humana queda eclipsada por la estadística.
Casos-símbolo
- Roberto Mosquera Del Peral (58 años): miembro de la pandilla Latin Kings, con condenas por homicidio y agresión agravada. Deportado a Esuatini en julio de 2025, tras ser rechazado por Cuba.
- José Manuel Rodríguez Quiñones y Enrique Arias Hierro: deportados a Sudán del Sur junto a un mexicano y otros migrantes rechazados por sus países de origen.
- Ricardo Robinson Anglada (59 años): condenado por intento de estrangulamiento, violencia doméstica e incendio provocado. ICE lo catalogó como “delincuente extranjero violento”.
Estos nombres ilustran cómo la política no distingue entre delitos cometidos en Cuba o en EE.UU., ni entre magnitudes de culpabilidad: todos terminan en el mismo saco de los “no deseados”.
Conclusión
Las deportaciones de cubanos con antecedentes penales hacia terceros países son el resultado de un juego de negaciones políticas. EE.UU. se sacude de encima a quienes considera peligrosos. Cuba se desentiende de sus propios ciudadanos si pueden manchar la imagen de la “Revolución”. Los terceros países reciben cuerpos y pasados que nada tienen que ver con sus sociedades. En medio, la vida de los deportados queda marcada por el desarraigo extremo, la incertidumbre y la condena perpetua de no pertenecer a ningún lugar.
El mensaje es claro: los estados pueden desechar personas como mercancía dañada, siempre que encuentren un vertedero lejano donde arrojarlas.
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