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Orelvis Lago para Neo Mambí

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Censura a todo volumen: cómo el gobierno apagó la cultura para callar al país

En Cuba, el silencio no es ausencia de sonido: es política. La música suena cuando conviene, los festivales aplauden a la hora indicada, los medios coreografían su versión y la policía marca el compás. La cultura —esa conversación incómoda que nombra el país real— se convirtió en un interruptor: ON para la propaganda, OFF para la ciudadanía.


A primera vista, el paisaje cultural cubano aparenta movimiento: inauguraciones, “galas”, programas universitarios, efemérides que se multiplican como flores de papel. Pero bajo el brillo hay un guion: la cultura que cuestiona se suspende, la que celebra el poder se amplifica. Y cuando la calle habla por su cuenta —con cacerolas, consignas o versos—, el aparato no responde con curaduría ni diálogo, sino con patrullas y notas oficiales.

El resultado es una banda sonora asimétrica: censura a todo volumen, aplausos de plástico y micrófonos desconectados para quien no canta el estribillo correcto.

El caso Gibara: festival en silencio, barrio en voz alta

La noche en que Gibara salió a la calle por los apagones y la escasez, no fue un músico el que marcó el ritmo, ni un actor el que dio el pie. Fue el vecindario. La gente gritó lo que en Cuba siempre termina saltando del susurro al grito: “¡Pongan la corriente!”; “¡Libertad!”. Horas después, la respuesta institucional no vino de una casa de cultura ni de un ministerio dispuesto a escuchar, sino de arrestos, “boinas negras” y versiones oficiales diseñadas para rebajar la protesta a “inconformidades” que “transcurrieron con respeto”.

En paralelo, Lilo Vilaplana —cineasta cubano— lanzó una pregunta que resumía la fractura moral del campo cultural: ¿dónde estaban las voces del Festival de Cine Pobre de Gibara cuando su propia ciudad era reprimida? ¿Cómo se compagina un dossier de jurados, retrospectivas y alfombras con el silencio ante los golpes en la esquina? La interpelación no fue un exabrupto: fue el espejo de un sistema que prefiere el aplauso a la solidaridad.

Ese episodio, minúsculo en el mapamundi y gigantesco para nuestra autoestima, revela una gramática: festival que calla ante la represión es propaganda, no cultura. Y no es un caso aislado: cada vez que aparece el conflicto —apagones, hambre, colas, salarios que no alcanzan—, la programación oficial gira la perilla y pone un playlist de “unidad” a todo volumen, mientras la ciudadanía aprende que su voz no entra por esos parlantes.

La sustitución: menos arte, más culto a la personalidad

En vez de tender puentes entre creadores y comunidad, una parte del sistema universitario y cultural dedica su energía a reactivar la maquinaria simbólica: “traer a Fidel al combate de hoy”, marchas, peregrinaciones, cátedras “honoríficas” que convierten la vida intelectual en catecismo. No es metáfora; es programa: la Universidad de Oriente inauguró el curso con un plan para vincular el “pensamiento de Fidel” a los desafíos actuales, con rutas históricas, actos y una caravana que recorre templos de la épica. En simultáneo, universidades de Holguín lanzan “Aquí me hago fidelista” como campaña masiva de reafirmación. Cultura, sí; pero de adoración.

Lo que se presenta como “formación cívica” es, en realidad, un redireccionamiento del presupuesto simbólico: menos espacios para debatir lo que duele, más consignas para custodiar el mito. ¿Qué lugar queda para una obra que contradiga el relato? ¿Qué escenario acoge a quien prefiera pensar antes que rezar? Cuando la política se viste de acto cultural permanente, la cultura que no la legitima se vuelve sospechosa.

Micrófonos de un solo lado: la estética del parte

La gestión del conflicto social se ha vuelto estética antes que ética. El telecentro de Gibara lo ilustró con precisión: “todo transcurrió sobre la base del respeto”, “las autoridades acudieron a dialogar”… mientras los testimonios hablaban de patrullas, traslados y detenciones. La escena real —oscuridad, gritos, cansancio— fue muteada y reemplazada por un plano de calles vacías “pero todavía a oscuras”. La posverdad como género audiovisual.

Ese es el patrón: sonorizar la versión oficial y silenciar la experiencia popular. Y cuando la cultura insiste —cuando un rap, una obra de teatro o un documental filtran lo indecible—, aparece la otra mitad del dispositivo: permiso denegado, evento pospuesto, espacio “ocupado”, artista investigado. El expediente no siempre se publica, pero se escucha: es el ruido del miedo en los pasillos.

La diáspora, el exilio y la silla vacía

Fuera del mapa insular, la cultura cubana ensaya otros tonos. En el PEN Internacional —esa red casi centenaria que defiende la libertad de expresión—, el PEN Cubano Exiliado llevó la voz de quienes no la tienen. La “silla vacía” fue para la poeta María Cristina Garrido, presa por manifestarse el 11J; un gesto mínimo y gigantesco a la vez: recordar que mientras en Cuba se organiza un “festival del pensamiento único”, hay creadores encarcelados por convertir el dolor en palabras.

Ese contraste —entre una silla vacía que denuncia y un escenario lleno que calla— explica por qué la cultura independiente migra: busca aire donde decir no cueste un expediente, donde dudar no merezca una visita, donde disentir sea parte de la conversación y no de la lista negra.

Apagar la cultura apagando el país: censura por otras vías

La censura no siempre se ejecuta con un decreto. A veces se instrumenta apagando. Un país a oscuras no debate, no publica, no estrena. Y si además se corta la conectividad, la conversación se reduce al patio, a la cola, al rumor. No es teoría: tras el colapso del SEN, familias enteras improvisaron antenas caseras para “halar la señal” y poder comunicarse. La postal —humor a prueba de tormentas— dice más que un informe: cuando la ciudadanía depende de un artilugio doméstico para tener internet, la esfera cultural queda rehén del corte.

¿Casualidad que las jornadas de apagón coincidan con picos de ansiedad y autocensura? No hace falta que te prohíban el poema; basta con que no puedas leerlo ni subirlo. La precariedad eléctrica y digital actúa como silenciamiento difuso, un “modo avión” nacional donde los únicos parlantes que suenan son los de la propaganda.

Propaganda es cultura… hasta que cultura es crítica

La campaña universitaria que promete “traer a Fidel al combate de hoy”, las rutas históricas, las marchas dedicadas, los concursos “para querer a Fidel”, son parte de un ecosistema saturado donde la política suple a la producción cultural. Es lícito que un Estado tenga su relato; lo que no es legítimo es que asfixie los relatos alternativos. Porque la cultura —la de verdad, la que complica— siempre nace de la fricción entre experiencia y poder. Y hoy esa fricción se penaliza con silencio programado.

Mientras tanto, abundan las inauguraciones que legitiman; sobran los boletines que condecoran. Y faltan —de una manera dolorosa— los espacios donde un creador pueda nombrar el hambre, contar la cola, poner en escena la violencia, reírse del que manda. Donde eso ocurre, el sistema responde con la vieja mezcla de negación, desprestigio y castigo.

El papel de los festivales, las instituciones y nosotros

A estas alturas, nadie les pide heroísmo a las instituciones culturales. Solo consistencia: si promueves cine “pobre”, no ignores a los pobres que protestan frente a tu sede; si enseñas historia, enseña también la parte donde bajar la cabeza da de comer; si organizas festivales, escucha a tu ciudad antes de aplaudirte a ti mismo. No es mucho. Es ética básica de comunidad.

Y a quienes dirigen esos espacios: la neutralidad ante la represión no es neutralidad, es cómplice. Un festival que solo es valiente para conseguir patrocinadores, un teatro que se deja “prestar” para actos de culto, una editorial que publica con un ojo en el censor y otro en el organigrama… todo eso no construye cultura, la adiafa.

Censura, desigualdad y la corneta del privilegio

Mientras los micrófonos independientes se apagan, otros amplifican. Es el caso grotesco —y revelador— del nieto del dictador, convertido en animador de un bar a todo brillo en noches de apagón general. No es exactamente cultura, pero sí un símbolo cultural: la fiesta de unos pocos como banda sonora del silencio de millones. Una corneta que suena más fuerte cuanto más callado está el barrio.

No hace falta hacer teoría: cualquiera que haya intentado exponer, tocar, proyectar o leer en voz alta algo que no cabe en la liturgia sabe cómo funciona: primero te posponen, luego te mueven, después te piden “ajustar” el texto, más tarde el espacio “no está disponible” y, si insistes, te descubres en una lista donde la palabra “confiabilidad” decide si eres artista o ruido.

¿Qué hacemos con este silencio?

Primero, nombrarlo. Decir “censura” sin rodeos, porque es censura cuando se castiga el desacuerdo, se manipula el relato y se aprietan las tuercas administrativas para que el arte “correcto” fluya y el incómodo se estanque.
Segundo, recordar: hay sillas vacías con nombres y apellidos; hay poetas presas, músicos vetados, periodistas que escriben sin dormir.
Tercero, insistir: cada grupo de barrio que monta una lectura, cada colectivo que hace un taller en una sala prestada, cada revista digital que esquiva apagones con antenas caseras ha entendido una verdad: la cultura es del público o no es.

Y, por último, exigir. No al artista —que bastante hace con no rendirse—, sino al aparato que cree que una nación puede vivir a base de himnos. Exigir instituciones que escuchen, programaciones que arriesguen, escuelas donde se lea a todos, festivales que no vuelvan la cara, medios que no editen a la realidad.


Epílogo: subir el volumen (de lo humano)

La cultura no es un souvenir ni un instrumento. Es alimento. Un país que le baja el volumen a sus creadores le baja el pulso a su futuro. Que no nos distraigan las fanfarrias: por cada acto de culto a Fidel hay una biblioteca vacía; por cada gala de unidad hay un barrio que no puede decirse; por cada “todo transcurrió con respeto” hay un detenido, una madre que no sabe en qué estación está su hijo, un verso que no se escuchó.

Algún día —quizá más cerca de lo que parece— volverá a ser normal que un festival acompañe a su ciudad, que una universidad debata sin consignas, que un periodista narré sin permiso, que una poeta vuelva a su casa. Para llegar ahí, hay que hacer lo más sencillo y lo más difícil: quitarle el mute al país.

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